De los ocho millones de dioses que acuden a la casa de baños de la bruja Yubaba, no es probable que entre ellos encontremos a Eros. Pero la razón de esta ausencia es su falta de tiempo: el dios griego no se toma descanso en la filmografía de Miyazaki. El amor humano es uno de sus grandes temas, y el genio japonés, de una u otra manera, acaba por invocarlo en todas sus películas. Es verdad que aparece en compañía de otros amores, como el amor filial y sobre todo la amistad. Pero siempre hay un lugar reservado para Eros. ¿Cómo no iba a tener este amor un lugar privilegiado en el imaginario de un artista que sustenta su universo en el poder transformador de la mirada?
Todo amor cambia la mirada, y una mirada de amor es capaz de redimir aquello que mira. Isao Takahata amigo y colega de Miyazaki, además de cofundador del Estudio Ghibli, dice que es precisamente una forma de amor lo que le impide a Miyazaki dividir a sus personajes en buenos y malos. Los villanos de Miyazaki no son nunca completamente irredimibles. Dice Takahata que Miyazaki tiene por principio no desarrollar un personaje con quien no pueda empatizar de alguna manera. Esto, sumado a los largos períodos de creación, en los que el personaje madura en compañía del artista, permite que el resultado final ofrezca una personalidad compleja, con sus defectos e intenciones desviadas, pero siempre capaz de mostrar un lado amable.
Hayao Miyazaki nació a principios de 1941, en plena expansión imperialista de Japón. Un año después de nacer el ataque a Pearl Harbor iniciaría la contraofensiva americana y el principio del fin del imperio nipón. El padre de Miyazaki contribuiría al conflicto desde su empresa Miyazaki Airplanes, desarrollando partes para la construcción de cazas y aviones de combate, como el A6M Zero (cuyo diseñador Jirō Horikoshi será el protagonista del último largometraje de Miyazaki, Kaze Tachinu, El viento se levanta, 2013). Hacia el final de la guerra se remontan los primeros recuerdos de Hayao, entre los que guarda una vívida imagen del ataque aliado a Utsunomiya, ciudad de la que él y su familia fueron evacuados la noche del bombardeo. El absurdo de la guerra y la fascinación por los aviones serán dos impresiones de su infancia que le acompañarán toda la vida.
‘Ma’: el tiempo necesario para la contemplación
Aunque se graduó en Economía y Ciencias políticas, el mismo año de graduarse comenzó su carrera como dibujante trabajando para los estudios Toei, donde conocería a Isao Takahata y a la que sería su esposa, Akemi Ota. Después de trabajar en varias producciones de gran calidad, dirige su primer largometraje, El castillo de Cagliostro (1979) y más adelante la película que le dará renombre en Japón, Nausicaa del valle del viento (1984). A partir de este momento Miyazaki y Takahata abrirían su propio estudio de Animé, Studio Ghibli, con un proyecto claro en aquello en lo que querían hacer la diferencia. En palabras de Miyazaki (Roger Ebert 2002):
“Lo que mis amigos y yo hemos intentado hacer desde los setenta es parar y calmar un poco las cosas; no simplemente bombardear a los niños con ruido y distracción. Sino más bien seguir el camino de las emociones y sentimientos de los niños a medida que hacemos una película. Si te mantienes fiel a la alegría, el asombro y la empatía no necesitas meter violencia y acción. Ellos te seguirán. Ese es nuestro principio”.
Una de las claves de lo genuino de su propuesta, es la consideración del tiempo y el poder de la imaginación. Respecto a lo primero, Miyazaki habla de lo fundamental que resulta en sus películas aquello que los japoneses denominan “Ma”, el tiempo que transcurre entre una serie concatenada de acciones. Al ser preguntado por el sentido de Ma, Miyazaki dio cuatro palmadas: el tiempo que transcurre entre una palmada y otra: eso es ma. Si la acción no se toma un respiro, y es pura continuidad eufórica, el drama se vuelve invivible,
“Pero si te tomas un momento, entonces la tensión que se crea en la película puede incrementar hasta alcanzar una dimensión mayor. De lo contrario sólo consigues acabar entumecido.” (Roger Ebert 2002) .
Las películas de Miyazaki resultan envolventes por esta vivencia del tiempo propia del recogimiento. Los personajes incorporan en su actividad momentos de pura cotidianidad, de rutina, de gestos mecánicos como puede ser atarse los cordones de los zapatos, revolver una taza de té, permanecer en silencio contemplando un atardecer. Pausas necesarias en las que el espíritu se recoge en sí mismo.
Imaginar para comprender mejor
Otro de los pilares de sus películas es la función que cumple la imaginación. Imaginación y fantasía son sinónimos para Miyazaki; ahora bien, la fantasía tal como la entiende Miyazaki es lo contrario a una forma de evasión de la realidad, que él ve muy presente en buena parte del Animé japonés. La fantasía para él consiste en la capacidad del ser humano de emplear la imaginación para comprender más la realidad, penetrar más profundamente en ella. Las imágenes sugerentes y las metáforas visuales que emplea buscan expresar aquellas realidades que, por su complejidad, escapan al dominio de las palabras. Y entre todas las realidades, la más atractiva, sugerente y misteriosa es la del ser humano.
Esta fascinación por el hombre le lleva a una exploración constante de sentimientos, emociones, deseos e intereses que hacen a una vida humana. La acción, la trama de sus historias, a pesar de todo el derroche de imaginación escenográfica está anclada siempre en sus personajes. Cada momento de la historia despliega un tejido rico y complejo de humanidad, muestra las condiciones para que un lugar y tiempo se vuelvan habitables por el hombre.
De ahí que Miyazaki no escatime en recursos a la hora de habitar cada momento de sus historias. Lo cotidiano, lo rutinario adquieren en sus películas un peso fundamental, litúrgico. En el documental El reino de los sueños y la locura (Mami Sunada 2013), Miyazaki aplica estos principios para comprenderse a sí mismo:
“Tengo mi ritual diario. Todos los días uso un cepillo de masaje, me ejercito, me ducho, recojo la basura, voy por café. Luego vuelvo a casa y ceno. Todo ello toma tres horas al día, tal vez más. Pero es el fundamento de mi vida.”
Estos principios pueden ayudarnos a comprender, por otro lado, el proceso creativo que emplea Miyazaki y que él mismo denomina “orgánico”. En efecto, es conocido el método de Miyazaki según el cual comienza a desarrollar sus storyboards sin guión terminado ni final conocido, de modo que la película se va desarrollando a partir de las escenas que van quedando asentadas. Una escena lleva a otra, y la historia empieza a cobrar vida. La coherencia final le viene dada a partir del cuidado atento y comprometido de cada momento. Ante esta entrega total al fragmento, se consigue que en él se anuncie, en cierto sentido, el todo. Esto es lo que le da una coherencia impensada a sus obras.
Una alegoría del amor humano
Entre las películas de Miyazaki, hay una que destaca sobre las demás en dos aspectos. No sigue el método orgánico de Miyazaki (pues la película se basa en una obra de la autora inglesa Dianna Wynnes Jones) y es la única película en la que el tema de Eros se trata de forma explícita. Me refiero a Howl no Ugoku Shiro (2004), El castillo ambulante en España.
Tal vez lo que haya decidido a Miyazaki a adaptar esta novela fantástica, es la carga fuertemente alegórica que contiene. La alegoría seguramente, sea vista con buenos ojos por un artista tan propenso al símbolo, la metáfora y la imagen como vehículo de expresión. Aunque una alegoría puede ser enormemente sugerente, siempre contiene el peligro de un exceso de interpretación, es decir, que acabe por defecto en una parodia de sí misma, en la que cada objeto –incluso el más insignificante –tiene un correlato alegórico. Creo que Miyazaki evita caer en este exceso limitando el peso de la alegoría y dándole consistencia a la historia en su nivel más inmediato. A continuación señalaré la estructura básica de la alegoría y luego elaboraré un comentario personal y libre sobre el tema de fondo.
El argumento (aquí se advierten spoilers) relata el camino que emprende Sophie para librarse de una maldición que la Bruja del Páramo le ha impuesto, según la cual aparenta físicamente tener la edad de una anciana. Sophie acaba asumiendo el papel de ama de llaves o casera en el castillo del mago Howl, donde poco a poco se va enterando de que el propio mago está también bajo un hechizo que lo ata al destino de Calcifer, un demonio de fuego.
El contexto de la historia es una guerra entre dos reinos (Miyazaki desarrolló su versión de la historia teniendo presente la guerra de Irak). A medida que la historia transcurre, Sophie y Howl reconocen el amor que tienen el uno por el otro, y esto es lo que finalmente les ayuda a deshacerse de sus respectivas maldiciones.
La alegoría consiste en que detrás del argumento principal, se describe el encuentro amoroso de dos personas, a través de un proceso que podríamos llamar terapéutico. Sophie y Howl se conocen y se enamoran, y ambos deberán ir haciendo espacio el uno al otro, removiendo los obstáculos –heridas pasadas –que les impide darse a sí mismos en un encuentro auténtico.
La historia está contada desde la perspectiva de Sophie, aunque el escenario es el interior de Howl (su castillo). El momento que inicia el proceso está determinado por el despertar de Eros, la primera atracción y el primer contacto. La metáfora visual remite a los dos enamorados caminando por el aire, elevados sobre la rutina diaria del mercado y la ciudad.
Hasta ese momento, Howl era para Sophie un nombre. Pero a partir de entonces queda ya marcada. El encuentro entre ambos sin embargo, en toda su idealidad no es inmaculado, no se da entre dos vidas en blanco, que comienzan desde el mismo punto de partida. Nada más encontrarse, Sophie capta las sombras que persiguen a Howl (los esbirros de la bruja del Páramo), y queda marcada por estas palabras del mago: “Perdón, me temo que te he involucrado”. En efecto, Sophie recibe un Howl con historia, con las heridas de su pasado.
Inmediatamente después de aquél encuentro, Sophie es abordada por ese pasado herido de su enamorado. La visita de la Bruja del páramo –ansiosa por hacerse con el corazón de Howl –tiene un efecto maldito sobre Sophie. Esta escena nos revela la herida de la propia Sophie. La Bruja, sin que comprendamos del todo porqué, lanza un hechizo sobre la protagonista. Visualmente, la acción del hechizo es indicativa: la Bruja atraviesa físicamente –como un espectro –el cuerpo de Sophie. Sophie resulta maldita porque se mira a sí misma desde la imagen de la poderosa bruja.
La apariencia de la Bruja en contraste con ella es abrumadora: tres o cuatro veces más grande que la frágil Sophie, su imagen es toda ella exceso, exuberancia, inmenso poder mágico de seducción (hechizar es un sinónimo de seducir), terrible sex appeal. En su comparación, Sophie es una empequeñecida y encorvada anciana, sin atractivo ni poder.
En el transcurso de la historia, se nos revelará que la Bruja fue amante de Howl, “Una vez fue hermosa, y decidí perseguirla. Entonces me di cuenta de que en realidad no lo era, y la dejé”. En esta breve confesión, se nos revela por su parte, la herida de Howl, que consiste en haber herido a una mujer en el pasado, haber satisfecho con ella su curiosidad para dejarla después, desecharla por aquello que reconoció como defectuoso o no atractivo. Esta herida es una consecuencia grave de su inmadurez e incapacidad de afrontar la vida, de su falta de nombre (Pendragon, Jenkins, Howl) es decir, de no comprometerse con nada, de no atarse libremente a la realidad a través de relaciones significativas y elecciones por las cuales uno crea su propia historia. En definitiva, por confundir libertad con ausencia de responsabilidad, siendo que la responsabilidad es sinónimo de respuesta libre, el regalo de la verdadera libertad.
Howl dirá que teme a su pasado, que huye de la Bruja del Páramo, porque ella es un recuerdo espantoso del propio Howl. Al tratar a una persona como “interesante”, con “curiosidad”, Howl le causó una herida profunda a ella y a sí mismo. Verla a ella, es verse a sí mismo desde su costado menos amable.
La historia de amor que se relata en El castillo ambulante parte de estas coordenadas: el encuentro entre dos personas incapaces de mirarse a sí mismas con amor. Desde ahí todo lo que transcurre es intercambio de mirada reparadora: la mirada del otro, lo que el otro es capaz de ver en uno es lo que resulta determinante y liberador. Desde ahí, desde la confianza depositada en cómo me mira el otro, puede uno reconquistar el amor a sí mismo que había perdido. Y sólo desde ese momento, caídas las murallas del castillo, puede el acontecimiento del amor llegar a su plenitud… y comenzar.