Edipo y Antígona, o el arte de aprender a morir

Comparado con sus colegas en la gloria, Sófocles es casi un ateo. Exagero, pero no tanto. Los dioses -aparentemente- tienen mucha menos importancia en sus obras dramáticas, si las comparamos con las de Esquilo o las de Eurípides. El centro de atención de Sófocles está en el mal humano, en el sufrimiento que suplica redención. Pero se trata de un mal irracional. No es fruto de ningún diseño providente. Ni siquiera de un destino ciego. Es algo que acontece como lo más característico de la experiencia humana, casi independientemente de los dioses.

Sería fácil y cómodo argumentar que el esquema es similar al de los otros trágicos: una persona comete un pecado grave (Edipo mata a su padre y se casa con su madre) y tanto él como sus descendientes sufren las consecuencias, perseguidos por un destino infausto. Lo cierto es que para Sófocles cada tragedia narraba su propia historia. Edipo Rey, Edipo en Colono y Antígona responden a una unidad temática, pero cada una tiene su propia semilla de maldad y su propio horizonte de salvación.

Antígona es, entre estas tres célebres obras, donde esto puede apreciarse con mayor claridad. El origen del mal aparece definido en la primera parte: Antígona decide desobedecer el edicto del rey, que ordenaba no enterrar a ninguno de los que habían atacado a la ciudad de Tebas, para enterrar a su hermano Polinices. Y lo hace por dos motivos: porque así lo ordenan los dioses y por piedad familiar. Algunos argumentan que la semilla del mal se plantó antes: en la lucha fratricida entre Etéocles y Polinices por el gobierno de Tebas, en la que ambos sucumben.

En cualquier caso, Antígona se enfrenta al poder del tirano por respeto a los dioses y a su familia. El tirano, a la sazón tío de la misma Antígona, se empeña en procesar a su sobrina por el incumplimiento del edicto real, a pesar de todas las razones que le presenta su hijo o el augur de la corte. La muerte de Antígona parece sellar definitivamente la condena de la familia de Edipo (así lo declara ella misma). El gesto titánico de la mujer que lava el pecado de su padre. Podemos aceptar esta versión de los hechos. Pero eso implicaría no tener en cuenta Edipo en Colono, escrita por Sófocles poco antes de morir.

Resulta que Edipo no era responsable de sus acciones funestas. Más que ser el portador de una maldición y una condena, es un hombre bendito: la ciudad donde yazca su cuerpo muerto será bendecida por los dioses. Aparecen frente a Edipo el rey de Tebas y su mismo hijo, Polinices, que le piden su apoyo y su bendición. Sin embargo, Edipo, que ve con nítida claridad a pesar de estar ciego, renuncia a la vía fácil y a las promesas de su misma familia, por permanecer fiel a sus principios.

Esa es la gran enseñanza que Edipo transmite a Antígona, en cuyos brazos encuentra descanso en sus últimas horas. El sufrimiento, por sí mismo, carece de sentido. Es irracional, semilla de maldad y de caos. Y ningún gesto divino puede reparar lo que ya está completamente roto. Sin embargo, en el corazón del ser humano existe la posibilidad de la sublimación: de levantarse por encima del dolor y del sufrimiento más absurdos con un gesto de dignidad y de nobleza. Porque hay valores que superan con mucho el alcance de lo que parece humanamente posible.

Y esto es lo divino: la muerte de Edipo, tras bendecir a sus hijas; la muerte de Antígona, con el deseo ardiente de reencontrarse con su familia. Ambos enfrentándose con mucho sufrimiento a los poderes del mundo. Ambos esperando que su gesto restaure la paz.

Ante la irracionalidad del mal, lo más divino que podía captar la mente griega antes de la Encarnación era, precisamente, el abrazo de Edipo a su hija, enseñándole lo más importante de la vida: cómo se debe morir.

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