Muy humana calidez. María Ahones

Si hay algo que destaca del Club Dalroy, además de sus interesantísimos temas y del calibre de sus invitados, es lo que ellos mismo reiteran en el episodio de esta semana (3×09): que es una conversación de filosofía con amigos.

¿Puede, acaso, haber algo más emocionante que plantearse las cuestiones que más directamente afectan al hombre en la calidez de una conversación entre amigos? Irremediablemente, esta situación transmite calidez, sí: una conversación entre amigos que, ya sea en la universidad, ya sea en casa de alguno, ya sea alrededor de una fogata, saca de su escondrijo las inquietudes y los anhelos de la intimidad de cada uno.

El corazón del hombre tiene algo —quizá es fuego— que enternece. Una lumbre que crepita en silencio pero que ilumina con gran potencia a través de los ojos de las personas. Por ella podemos decir que alguien es muy cálido y muy humano. Porque lo es, necesariamente, así: el que es muy humano custodia la capacidad de dar calor. Escribiendo esto, quizá, acabo de descubrirme con sorpresa que esta es la respuesta por la que tanto me he preguntado: ¿Por qué el ser humano es capaz de formar comunidades acogedoras? ¿Por qué entrar en una iglesia en la que nunca he estado me hace sentir en casa? ¿Por qué reconozco en un sacerdote desconocido a un padre? ¿Por qué me emociona cruzarme con personas con las que he acudido a la Santa Misa? ¿Por qué, en fin, encuentro hogares más allá de mi propia casa?

Citaban de Higinio Martín que hogar es “el lugar al que se vuelve donde hay alguien que te espera”. ¡Qué casualidad, pues, que pueda identificar en los ambientes que he mencionado la presencia de alguien que me espera! En ocasiones, alguien; en ocasiones, Alguien. Y en las primeras, en realidad, también Alguien; porque Jesucristo es perfecto hombre y hombre perfecto. Él es la máxima expresión de alguien “muy cálido y muy humano”.

Añado, trayendo a Teresa Benedicta de la Cruz a colación: “Por eso encontramos en hombres santos una bondad y una ternura femenina, una solicitud verdaderamente maternal por las almas confiadas a ellos; y en mujeres santas una audacia y una disponibilidad y decisión auténticamente masculinas”. Procurando algo más que deslizar la mirada por estos diamantes letrados, paro a pensar en ambos casos y descubro que, estos ejemplos, son “muy cálidos y muy humanos”.

Les robamos a los vegetales la capacidad para echar raíces y hundimos las nuestras allí dónde la tierra nos custodia, nos protege, nos abraza, nos consuela… Vivimos al descubierto, en efecto, pero dentro de esa intemperie del mundo hay alguien esperándonos. ¡Qué bonito cuando vivimos esto en las entrañas del hogar, pero qué bonito también cuando lo vivimos desde un abrazo espiritual! La orfandad a la intemperie es desgarradora, es cierto; pero hay algo sagrado en cada vida y en las relaciones interpersonales de la persona y sus amores que grita en la necesidad de compasión.

Hay libros que te devuelven al hogar, hay conversaciones que saben al hogar y… hay personas que hacen el hogar. Estas que abrazan lo que eres con una reverencia y un cuidado exquisitos, proclamando con obras lo sublime de la dignidad de la persona. Y en la fractura que deja su ausencia, y en la inmensa tragedia que se cierne al verse sin su consuelo, hay algo de eternidad: que no se han ido, que siguen en algún lugar, que porque son y pertenecen a tu hogar su lejanía es el silencio de la proximidad. Quizá no tenga la creatividad de Enrique García-Máiquez para ponerle nombre a esta exposición de mis pensamientos, pero hay algo que retiene mi memoria —y ha refrescado en este instante— y es esa muy humana calidez.

María Ahones, oyente del Club Dalroy, nos envía generosamente estas reflexiones y nos ha dado su permiso para compartirlas con el resto de nuestra comunidad. Agradecemos mucho tanto su amabilidad como la oportunidad de continuar la conversación, ampliándola, a través de este canal.

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